06 agosto, 2012

MI VIDA EN MAZAGÓN Y MAZAGÓN EN MI VIDA

Publicado en la revista "Marzagón" 2012
Retrato de Pepe Márquez
Corría el año sesenta y nueve cuando llegué a Mazagón. Recuerdo la llegada en tren a Huelva, era una triste ciudad, y digo triste, en cuanto a que no estaba engalanada, ni arboledas, ni avenidas, ni casi nada. El taxista que nos acercó comentaba que hacía poco que el puente de La Rábida había sido inaugurado, que poco antes se pasaba en barcaza hasta el embarcadero de enfrente, a los pies del Monasterio. Me llamó la atención la humareda que desprendía el polo químico y los gigantes mecheros de alguna industria, con sus llamaradas en la altura, intentando quemar el cielo.

Mi primera sensación cuando comenzamos a descender la cuesta que lleva a Las Dunas, fue impresionante, conocía dos mares, el Mediterráneo y el Mar Menor, hijo suyo, pero era mi primer encuentro con un océano. Creo que noté su potencia, algo me decía que las mareas de aquí eran diferentes. Quizás fueron Montemayor -hoy regenta el estanco frente a la cafetería París, junto a su marido- y alguna prima suya, quienes esa misma tarde en la bajamar nos enseñaron a buscar almejas, no tengo casi dudas. No puedo olvidar que un perrillo negro llamado Moro, nos acompañó todo el trayecto y que traía cada una de las conchas que le tirábamos. Por supuesto, enfrente solo se lucía el horizonte, ni espigón, ni club náutico, ni nada. Me suena que vimos restos de alguna antigua edificación cerca del agua, al menos quedaba el suelo.

Dormimos en dos habitaciones alquiladas, ya que la familia éramos siete, se encontraban en la parte posterior del restaurante Las Dunas. Al día siguiente, y en land rover, fuimos a conocer el INTA, donde poco podía imaginar que quince años después empezaría a trabajar allí. Era necesario desplazarse por carriles de arena, ya que no había carreteras y distaba algo de que Fraga inaugurase el Parador.

En unos días estábamos instalados en Palos de la Frontera, en los pisos de Elvira. De aquello, recuerdo la presencia de una perra grande que se llamaba Niebla, estaba recién parida. Tuve que adaptarme a muchas cosas, entre otras, al lenguaje, ni sabía que era “vamosancalangel”, y mucho menos ¿qué era un gañafote?, y para qué decir jugar al “chicharitolajaba”.

Tuve la suerte de que un vecino muy mayor, al que no entendía ni papa de lo que me decía, me llevase en su burro a pasar un día de campo, dos horas de ida y las mismas de regreso, en el que posiblemente fui un privilegiado contemplando los cinco o seis primeros surcos de arena que parían fresas en la provincia y que él había plantado como novedad.

Jugando al chicharito me abrí una rodilla que, bajo el siete del pantalón, brotaba abundante sangre e intenté lavármela en una vaqueriza que había justo frente a casa, lo cual me costó varias grapas de aproximación y la antitetánica. Valió la pena descubrir cómo las ordeñaban y cómo la leche que allí se despachaba en cántaras, en Madrid había llegado a venderse en bolsas.

Tengo que recordar mis primeros amores y el primer baile, en el que sin tener ni la más remota idea de dar pasos, me abracé a la chica mientras escuchaba a Demi Roussos y otros de su quinta. Hoy la veo y me da risa, no sé si se acordará, pero para mí fue una noche inolvidable, no más de doce años y todo un galán.

En una edificación que llamaban El Castillo, antes de llegar a la barriada de la Río Gulf, me llevé cientos de golpes, dado que entonces estaba de moda el boxeo entre los chavales y me tocaba adaptarme. Afortunadamente, aquello cambió y llegó el tenis, que jugábamos en las grandes pistas dibujadas con tiza, detrás de la plaza de abastos.

Con trece años fui a vivir a Huelva y mis padres compraron un chalet aquí, a pocos metros del cine Miramar. Comenzaron los baños de verano. Anteriormente, habíamos venido en ocasiones ocupando todo el espacio que ofrecía un seat seiscientos en su interior, que por entonces no era poco. No se me olvida que siempre se quedaba algún coche atorado en las arenas colindantes a la playa y había que sacarlo metiendo piedras y ramas bajo la rueda hundida. Ahora, por fin, los tres meses de estío, estábamos a tiro de piedra de la playa. Pescas, piraguas, lanchas, lavadas de red, un velero “El Fito”, que hacía el invierno en el Club Náutico de Huelva y pasaba la temporada en Mazagón, fondeado en un muerto de hormigón, amarrado con un cabo, criando unas barbas de escaramujos espectaculares, por lo limpio de las aguas, casi imposibles de quitar, hasta que con una semana en las aguas del polo, se le caían casi solas. Después hubo más veleros, con mucha más eslora y, por qué no decirlo, bastante más marineros, pero aquél era único.

Ya en una adolescencia avanzada, si la familia se quedaba en Huelva, yo al chalet con los amigos, si era al revés, pues yo también al contrario. Los Juncos, el Galaxia y vuelta al amanecer andando por la playa, pillando algún pescado que otro de unas artes que tendían en la playa, se levantaban con la marea, los peces se enganchaban y con la vaciante los recogía. Extraños desayunos de chimenea, pero la juventud eso tiene, todo vale y nada es raro, risas, tonterías y el compartido pavo.

Treinta años más o menos, viendo cómo los cientos de anchovas que pescábamos iban desapareciendo, cómo las pulgas de mar que te incordiaban en la arena ya no estaban y como los “pescaítos” de los charcos en la bajamar se habían ido, naturaleza cambiante, el hombre en la luna y aquel terremoto en Palos.

Inolvidables las noches con caña en el Vigía, saco de dormir y ruido no sé si oído o imaginado, de corvinas roncadoras. Bellísimos amaneceres de entumecidos huesos, muchas horas de estrellas, tal vez las mareas más bellas.

Ver crecer el pueblo a la vez que crecía uno mismo. Lo que terminaba arriba en los acantilados de aterronada arena, ahora la explosión inmobiliaria lo cubría. El oro rojo que inundó con su manto de plásticos hectáreas y más hectáreas, trajo la abundancia y cómo no, las urbanizaciones de Mazagón, peq ueños Mazagones.

Los piñeros continuaban trabajando a la antigua usanza y esa montaña cubierta de resina me recordaba al nevado Kilimanjaro, año tras año, se repetía y se sigue repitiendo, ahora he estado con ellos, preguntando y aprendiendo.

Mi primer trabajo fue de socorrista en el Camping Doñana, todo el día, todo el sol, inolvidable salvar alguna vida, allí y en la mar, niños, aquella alemana con la nariz rota, la otra mujer con el anzuelo potero clavado en el pie, muchas buenas experiencias.

Veintiún años trabajando en El Arenosillo (Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial), Auxiliar Administrativo, Subalterno, Vigilante, Conductor Mecánico, Operador de Laboratorio, Jefe de Grupo Técnico, lo mejor, las compañeras y compañeros. Lo más bonito, vigilar los acantilados acompañado de mi perro Keoma, víctima de una víbora, de las que entonces había a montones, que se calentaban por la noche en el asfalto. Aprender cómo cazaban conejos y perdices los furtivos, detectar los peligrosos y metálicos cepos, los lazos estratégicamente colocados, una y mil trampas, paciencia y constancia, conocer la tierra, su naturaleza y el devenir de su fauna. Ver cómo un zorro le coge las vueltas a un perro amarrado a una cadena, haciendo que se enrede al pino y se zampa su comida en sus narices. Disfrutar de esta tierra, de esa vida en los pinares y en la mar, comerte la brisa y los rayos solares, oler el romero y ver el cantueso, observar cómo se nievan las retamas en primavera, cómo anidan las palomas torcaces, las tórtolas, las urracas, los jilgueros, verdones y chamarices, aprender cómo se amaestra un cuervo para que vuele sobre ti a la hora de comer reclamando su alimento.

Este Mazagón, donde vi crecer a mi hija, su primer contacto con la mar, sus primeros pasos sobre la arena y al que ahora veo tan cambiado, en el que vivimos hace como un año, extrayéndole la pulpa de su fruta, regando el árbol y guardando sus semillas para que nunca nos falte, viendo, porque queremos imaginarlo, el faro que quiere ser árbol y el tronco que quiere ser faro; hoy con gentes de allende los mares, mantiene y mantendrá por siempre, la esencia de todo aquello que descubrí en mi primera tarde, cuarenta años atrás, yo con once ,adivinando almejas en bajamar.
Federico Soubrier García.