31 mayo, 2014

A ISABEL GARCÍA HERNÁNDEZ


Bueno, aquí estamos preparándonos los dos y no sé quién está más listo, supongo que tú, como de costumbre no habrás dejado ni un nudo por atar.

Te han puesto esa morfina que quizás algún día me hará sentir cómo te encuentras. Ellos piensan que te vas a ir, sin ser conscientes de que hace tiempo que te fuiste y tan solo nos dejaste esa especie de envoltorio que no se parecía en nada a ti pero suponía nuestro último enlace contigo.

Tengo un buen amigo al que pediré que publique esto,  ya que has sido diferente e, indudablemente, tan especial que a mi entender no mereces una triste esquela que identifique únicamente tu edad, con quién estuviste casada y poco más. Nadie que lo lea comprenderá lo que te quiero decir, pero no me importa, quiero que quede aquí para siempre, para ti y para mí.

Hace cincuenta y cinco años que te conocí y me alegra que llegásemos a entendernos a la perfección. Siempre tuve tu apoyo, incluso hasta en lo de la moto. Mira que fue grande tu empeño en que sentara cabeza y estudiase. Te sorprendería saber que desde que te ausentaste realicé una licenciatura y escribí cuatro libros, eso sí por tu culpa, el primero nació por no comprender cómo afrontaba esta sociedad tú, o mejor dicho, nuestro problema.

Fuiste de este Mazagón, de disfrutar de su playa y recorrer sus arenas siempre de la mano de él, de soportar nuestros barcos, nuestras pescas y nuestras interminables aventuras. Desde invertirlo todo en el primer chalet de la Avenida de los Conquistadores a la permuta de Cantueso por sentiros algo más mayores y buscar el centro, pero sin querer abandonar el lugar. No lo has llegado a saber pero tomé tu testigo y vivo aquí, robándole a este paraíso cada día su belleza y su sabor tan especial, aquel que tanto te deleitase cuando andabas bien, cuando verdaderamente eras tú.

Qué momento íntimo cuando con más de cuarenta años te confesé que a los cinco había cogido un duro de tu monedero, me  compré cincuenta sobres de cromos de Historia de la Aviación y un par de chuches y que el dinero que sobró, casi dos pesetas y media, lo tiré a un charco porque me quemaba. Tu sonrisa y tu perdón, reconociendo que los cromos eran muy bonitos y mi padre trabajaba con aviones de los que aparecían en la colección, delató nuestra inmensa complicidad.

Nuestro secreto, tu frase en el momento justo de morir tu marido, nuestro padre, al que adoraste y le diste la mujer más perfecta que pudiese desear. Vuelvo a tu frase, la nuestra de por vida y te la agradezco de verdad.

Aquí no quiero compartirte con tus otros cuatro hijos y con aquel que no llegó a nacer y jamás olvidaste; quiero que seas solamente mía, para agradecerte, para decirte que no pudiste hacerlo mejor.

Si esto se ha publicado significará que ya te has ido, suerte, un beso y adiós. No creo que haya un lugar hacia donde vas; si sé que permanecerás viva en nuestro recuerdo, en el de tus hijos y en el de tus nietos, hasta que no quede nadie que te haya besado al menos una vez y entonces, ya no importará nada porque nos habremos ido todos contigo y reinará nuestra paz.

A mi madre, Isabel García Hernández, con todo el cariño.

Federico Soubrier García