11 noviembre, 2008

LA DEFENSA COSTERA DE MAZAGÓN DURANTE LA II GUERRA MUNDIAL

FOTO: MANUEL SERRANO
Artículo publicado por Jesús Ramírez Copeiro del Villar, en la revista de las fiestas de Mazagón del año 2002.
En la madrugada del 8 de noviembre de 1942, una gran fuerza naval anglo­americana desem­barca en el norte de África. Eran los con­voyes de la Opera­ción Torch, dirigida por el general Ei-senhower desde el cuartel general alia­do en Gibraltar. El nuevo escenario de la guerra se situaba tan próximo a territorio español que Franco se vio obligado a de­cretar, el 16 de noviembre, una movilización parcial del ejército, llamando a filas a los cuatro últimos reemplazos.
De guarnición en Huelva se encontraba el Regimiento de Infantería n° 72 con sede en el cuartel del Puerto Pesquero, un antiguo muelle pesquero situado en la avenida Francisco Montenegro, reformado y acondicionado para dar cabida a la tropa y que incluso parte del mismo se había utilizado durante la guerra civil., como lugar de internamiento de prisioneros de guerra del lado republicano. Al mando de dicho regimien­to se encontraba el coronel Eduardo Álvarez de Rementería, que ejercía también el cargo de gobernador militar.
El decreto de movilización del ejército se daba a conocer en Huelva el 28 de noviem­bre, según nota del Gobierno Militar facilitada al diario Odiel y en la que se anunciaba la llamada a filas a partir del día siguiente, empezando por el reemplazo de 1941. Muchos de los componentes de estos reemplazos habían participado ya en la guerra civil e incluso algunos habían combatido en el frente ruso con la División Azul, llevaban hasta tres y cuatro años enrolados en el ejército y una vez licenciados en el verano de 1942, les tocaba de nuevo incorporarse al mismo. Un ejército de soldados mal vestidos y peor alimentados, sin conocer el nuevo tiempo de permanencia y con la angustiosa incertidumbre de poder entrar en conflicto contra adversarios más numerosos, más pre­parados y mejor equipados.
Así que en previsión de un posible desembarco aliado se organizó la vigilancia y defensa del litoral onubense. Las tropas del Regimiento de Infantería nº 72 fueron des­plegadas a lo largo de la costa, desde Isla Cristina hasta la plaza de Mazagón. Compañías y destacamentos se distribuyeron por Isla Cristina, Lepe, Cartaya, El Rompido, El Portil, Punta Umbría, Aljaraque, Gibraleón, Huelva, San Juan del Puerto, Mazagón y Palos de la Frontera. La costa fue fortificada: se construyeron búnkers en Mazagón y Punta Umbría; se emplazaron nidos de ametralladoras y de morteros entre Mazagón y Torre Arenillas, entre Punta Umbría y El Rompido, entre los altos del Rompido y la Punta del Caimán; se emplazaron baterías de artillería ligera de campa­ña con material antiaéreo y antitanque en Huelva, Gibraleón, Punta Umbría y Cartaya; y se acondicionó la batería de costa existente en el Faro del Picacho (Mazagón), cons­tituida por cuatro piezas de artillería de calibre 150 mm para abuses con alcance de 7.000 m. Los cuatro cañones Vickers del Faro del Picacho pertenecían a la 14 Batería del Regimiento de Artillería de Costa n°1, de guarnición de Cádiz, servido cada uno de ellos por ocho hombres (un sargento, un cabo y seis artilleros). La batería contaba con una fuerza total de 110 hombres, incluyendo un capitán y dos tenientes. Existía otra batería a 3 Km. al oeste de la anterior, junto a la Casa del Vigía, pero no estaba opera­tiva. Entre ambos grupos artilleros se situaba el cuartel de Carabineros, en la misma playa, más tarde cuartel de la Guardia Civil.
En los pueblos la tropa utilizó cobertizos y barracones de madera, ocupó edificios abandonados e incluso se habilitó como albergue una bodega en uso (San Juan) y una fábrica de salazones y conservas (Isla Cristina); oficiales y suboficiales ocuparon depen­dencias en ayuntamientos y jefaturas locales de Falange. Y en la zona costera se habi­taron casas, caseríos y cortijos, y a falta de edificios apropiados se levantaron chami­zos a base de juncos. A sabiendas de que el armamento disponible era escaso y anti­cuado, el mando militar supeditaba en gran medida la defensa de las costas a la pro­pia naturaleza del terreno: dunas, marismas y esteros. ¡Menos mal que no hubo oca­sión de comprobarlo!
Pero los preparativos militares no sólo incluían la defensa del litoral, sino también las acciones previstas a efectuar en la retaguardia, tendentes a "impermeabilizar" deter­minados objetivos de interés militar, confundir a los Servicios de Información Extranjeros y dificultar el avance del enemigo, una vez que éste hubiera desencadena­do el ataqué. Para llevar a cabo este plan y a efectos militares la provincia de Huelva quedaba dividida en dos zonas según el mapa elaborado por el coronel jefe del sector Guadiana-Guadalquivir: La Zona de Vanguardia, comprendida entre el litoral y la lla­mada línea de vanguardia (Ayamonte-Lepe-Cartaya-Gibraleón-San Juan del Puerto-Moguer-El Milanillo-Los Bodegones-Almonte-Rocío), bajo el control de las unidades mili­tares; y la Zona de Retaguardia, que comprendía el resto del territorio, bajo el mando del jefe de la 204 Comandancia de la Guardia Civil. Como la misión de las tropas des­plegadas sería la de combatir con las armas al supuesto ejército invasor, serían grupos de civiles -constituidos principalmente por falangistas- los encargados de actuar en reta­guardia, dirigidos y apoyados por miembros de la Guardia Civil. Entre las misiones encomendadas a estos grupos estarían las de suprimir aquellas indicaciones que pudie­ran servir de orientación al enemigo, como los nombres de los ríos, pueblos y fincas, cruces de carretera, kilometrajes y direcciones; la vigilancia y defensa de nuestros pun­tos vitales, como puentes, nudos telegráficos, centrales telefónicas, estaciones de T.S.H., centrales eléctricas, transformadores, turbinas, saltos de agua, depósitos de grasos, car­burantes y víveres, etc. Al mismo tiempo, las autoridades locales cortarían de raíz cual­quier tipo de ostentación o comentario favorable a los éxitos militares aliados en África y mantendrían una discreta vigilancia y control sobre los individuos contrarios a la Causa Nacional -rojillos y masones- por si llegado el momento tuvieran que ser elimi­nados.
Además de los preparativos se ultimaban también los trabajos para el caso de una evacuación general de la población civil. El gobernador civil de la provincia, Joaquín Miranda, había encargado a los alcaldes de las poblaciones costeras o próximas al lito­ral, la elaboración de un plan de emergencia que incluyera la elección de un campo de concentración adecuado, para el caso de una total evacuación de sus habitantes, así como un inventario de las casas, fincas y albergues en sus términos municipales ubica­dos a más de cinco kilómetros del casco urbano. El informe había de ser remitido con toda urgencia al organismo encargado del caso: la Junta Provincial de Defensa Pasiva Civil Antiaérea. También en otras zonas más alejadas, como en los pueblos de la sierra, se preparaba un plan para el realojamiento de la población civil de Rosal de la Frontera -cifrada en unas dos mil personas- en la vecina localidad de Aroche, para el supuesto de que se produjera una invasión aliada por la frontera portuguesa.
Existen todavía muchos protagonistas que pasaron estos años con el dedo apostado en el gatillo, apuntando con su arma a un enemigo que nunca llegó a aparecer. Uno de los testimonios más vivos interesantes de lo que fue esta larga espera nos fue narra­do por Nicasio Arroyo Borrero, nacido en Valverde del Camino el 5 de enero de 1921.Nuestro protagonista fue destinado a la defensa de la costa de Mazagón, donde permaneció casi un año, sirviendo como cabo en la 1° Compañía de ametralladores del II Batallón del Regimiento de Infantería n°72. En los primeros días del año 1943, el II Batallón se desplegaba por la costa oriental de Huelva, a lo largo del sector de playa comprendido entre Torre Arenillas y el Faro de Picacho, cubriendo unos doce kilómetros de costa. El Batallón lo formaban tres compañías de ametralladoras con morteros y una compañía fusilera provista de mosquetones Máuser y fusiles ametralladores. A unos 70 m. de lo playa se elevaban las dunas -comenta Nicasio Arroyo- algunas bastante altas y en su parte superior, dominando toda la playa se disponían los nidos de ametralladoras excavados directamente sobre la arena. Las dunas estaban cubier­tas de pinares, matorrales y juncales, de forma que estábamos bien camuflados y de la máquina -una ametralladora Hotchkiss modelo 1914, servida por seis hombres - tan sólo sobresalía el cañón. Los morteros de 81 mm, modelo Valero 1933, se situaban a unos 200 m. de la línea de la playa, de unos pequeños nichos de arena revestidos con palos y retama.
La comida era escasa y pobre: calabaza cocida sin aceite, fríjoles negros muy duros, etc. se pasó mucha hambre, tanta que teníamos que conseguir alimento extra para combatir nuestra propia delgadez. Así que cuando nos hallábamos fuera de servicio hacíamos una descubierta en dirección a Palos de la Frontera, arramplando papas, uvas y boniatos de huertas y fincas; luego las papas y boniatos se enterraban en la arena, se ponía leña encima y salían asaditas. Cazamos también algún conejo junto a los caña­verales de las lagunas próximas y al anochecer salimos descalzos a recorrer la playa en busca de chocos, que la marea arrastraba y quedaban pegados en la arena, asándolos luego con un espeto.
De noche no podíamos dormir a causa de los mosquitos, había que taparse la cabe­za con una manta -sudando a chorros en verano- para no amanecer con la cara hin­chada. El lugar idóneo para conciliar el sueno era la orilla del mar, allí había menos mosquitos, luego se despertaba uno con las alpargatas y la manta flotando. Pero nuestro único enemigo durante el año que estuvimos destacados en la costa fue el paludismo. Por culpa de los mosquitos el paludismo causó estragos en la tropa, no se libró nadie. Yo también caí enfermo con fuertes calenturas, siendo conducido con otro com­pañero desde la playa hasta Palos tumbados sobre una mula y atados con cuerdas, pues no podíamos ir ni sentados. En Palos nos colocaron tendidos sobre barracones de madera, sometidos a una cura a base de pastillas de quirina de color amarillo, muy amargas. Los más graves fueron conducidos al hospital de Huelva, siendo varios los sol­dados que fallecieron a consecuencia del paludismo en aquel verano de 1943.
El peligro a una invasión aliada pareció alejarse definitivamente de la costa onubense en el verano de 1943; el desembarco aliado en Italia haría desplazarse el escenario béli­co al Mediterráneo central. Las posiciones de playa se fueron poco a poco abandonando y las tropas quedaron concentradas en Palos de la Frontera. Fuimos los primeros en ocu­par aquel sector de costa -puntualiza Arroyo- y al retirarnos sólo quedaron los mosqui­tos. Fueron meses de espera, no hizo falta ningún otro enemigo, con los mosquitos y el paludismo tuvimos bastante, contra ellos mantuvimos nuestra propia guerra.
Y este es el fin de una aventura bélica que no llegó a más, aunque si que hubo un enemigo real: el paludismo. Durante largo tiempo la tropa aguantó estoicamente ham­bre y paludismo, aún a sabiendas de poder entrar en guerra contra un enemigo supe­rior en hombres y medios.