30 diciembre, 2018

RECORDANDO EL PASADO. Manuel Piosa, el Topo de Moguer

DESPUÉS DE TREINTA Y TRES AÑOS DE PERMANECER OCULTO SE ENTREGA A LAS AUTORIDADES
Plaza del Marqués (Moguer)

Sus primeras horas las ha invertido en contemplar la naturaleza

La Vanguardia, 8 de julio de 1969

            Moguer, 7. — «Me informé del indulto a través del periódico que diariamente me traía mi hermana Esperanza. Sentí tal alegría…» La emoción y el llanto interrumpen la frase de Manuel Piosa Rosado, de 58 años de edad, que durante los últimos treinta y tres de su vida ha permanecido oculto. Desde que las tropas nacionales entraran en Moguer el 29 de julio de 1936 y él tuviera que huir por razones políticas.

            «El Lirio», con cuyo apodo es conocido Manuel Piosa Rosado, ha declarado refiriéndose a sus actuaciones políticas en las que se destacó: «Yo era muy joven y me dejé engañar».

            En principio huyó hacia los terrenos del coto de don José Flores —donde se encuentran las playas de Mazagón— en unión de otro compañero, Isidoro González, del cual se separó cuando un año más tarde vino a refugiarse en casa de su hermana, donde ha permanecido hasta ahora.

            Treinta y tres años es un periodo de tiempo demasiado largo. En él suceden muchas cosas y Manuel Piosa perdió a sus padres y a una sobrina carnal, hija de su hermana Esperanza, quien en unión de su esposo Gabino Martín González, le ha ayudado constantemente y han sido unos segundos padres. Precisamente nos cuenta que, con motivo del fallecimiento de su padre, pasó por uno de los momentos de mayor peligro durante su vida de huido.

            «Por algunas razones, la puerta de la casa se cerró y esto dio motivo para que las gentes del pueblo comentaran que el fin de este cierre era que yo pudiera asistir al duelo de mi padre. Informada la Guardia Civil acudió a hacer un registro. No pueden imaginarse cuál fue mi pánico. Tuve que introducirme en el doblado de la casa, entre dos muros y con la escopeta cargada debajo de mi barbilla. Estaba dispuesto a quitarme la vida en cuanto me descubrieran.»

            Hubo más momentos difíciles. Para ellos ya había construido en la cuadra de la casa, al lado de una cochinera, una cueva pequeña, de 0,60 metros de alto, 0,70 metros de ancho y dos metros de longitud. La entrada estaba disimulada por montones de paja y estiércol. El mal olor reinante es fácil de presumir y resulta difícil creer que este hombre, en los treinta años largos que ha permanecido viviendo en aquella cuadra, no haya contraído enfermedad alguna.

            «Ni un simple refriado. Puede usted creerlo. Lo peor hubiera sido esto, por tener que avisar al médico. Afortunadamente no surgió este tipo de complicaciones.»

            Su vida era la de un huido. A veces el temor no le permitió ni comer. Escapando siempre a la mirada de los extraños, sin salir para nada de la cuadra y teniendo que introducirse en muchas ocasiones en la cueva construida para ello y que apenas puede contener a un ser humano.

            «Aquello era un verdadero ataúd, pero se prefiere siempre cualquier cosa cuando se está empujado por el pánico. No olvidaré nunca cuando estuvieron haciendo obras en la casa y durante el tiempo que los albañiles trabajaban yo tenía que permanecer encerrado. Diez horas diarias. Allí apenas si podía moverme. Cuando al fin se iban era como volver a la vida.»

            No conoce la televisión, sólo las antenas que se ven por encima de los tejados. Tampoco el cine; tan sólo una vez, en el año 1935, vio media función y el resto no pudo verlo porque comenzó a arder la máquina. Su padre era contrario a los ruidos y por ello tampoco conoce la radio.

            Ahora tendrá tiempo de todo esto. Con cincuenta y ocho años, no puede dudarse porque se ve en su semblante, tiene una verdadera ilusión por vivir. Después de treinta y tres años de encierro, puede volver a caminar por las calles moguereñas.

            Su consejero durante estos últimos días ha sido su sobrino, el reverendo Antonio González Piosa, actual coadjutor de la Parroquia de La Palma del Condado, que le ha aconsejado sobre su forma de actuar en este su segundo nacimiento.

            —¿Cómo han sido sus primeras horas de libertad?

—He querido volver a contemplar la naturaleza y esta mañana, a las seis me marché al campo. Al enfrentarme con ella sentí la misma sensación que debe tener un pajarillo al que abren su jaula. Recordé en esos momentos el regreso a España de los repatriados del «Semiramis», que antes de llegar al puerto de Barcelona lanzaron sus gorros y otros objetos al agua.

—¿A qué se ha dedicado usted en los años de encierro?

            —Leía la prensa diaria. Así estuve en contacto con lo que sucedía en el mundo. Trabajé también. Hice dulce de membrillo, aliñé aceitunas para la tienda que mi hermana tiene en esta misma casa, arreglaba sillas de eneas y lié cigarrillos en los tiempos de escasez.

            —¿Qué proyectos tiene para el futuro?

            —Antes de nada haré cuidar mi vista. Ha enfermado debido a la escasez de luz existente en la clase de vida que he llevado. Después…

            La emoción vuelve a interrumpir al señor Piosa. El llanto ya no le permite hablar. Así, cargado por la emoción y los recuerdos de viejas incertidumbres, queda un hombre de tez blanca y barba crecida, dispuesto a reemprender la vida que interrumpiera hace treinta y tres años. Un sueño largo, una pesadilla, a la que le ha llegado un despertar venturoso. — Cifra.