El 5 de diciembre de 1958, un barco onubense se hundió frente a las costas saharauis. Unos minutos antes, Antonio Suárez, un marinero de Mazagón, salvó a los 14 marineros de la tripulación. En 2007 hice un viaje para encontrar el lugar del naufragio.
Pepa Suárez
La desembocadura del río Draa en el Atlántico, frontera natural e histórica con Marruecos, anuncia la entrada en territorio saharaui ocupado. A partir de ese punto, el ocre áspero del relieve escarpado, que asoma al océano, va dejando paso a las cadenas de suaves dunas con formas caprichosas, abrazadas a sí mismas y moldeadas por los fríos y persistentes vientos alisios.
Es difícil imaginar que los más de mil kilómetros de costa saharaui disfruten de un clima suave en los meses estivales, cuando la dureza del paisaje desértico hace presagiar lo contrario. El manto protector de esos frescos susurros marinos provenientes de las Azores, que se despliega como un regalo de la Naturaleza en una tierra ardiente, hace que muchas familias saharauis se desplacen desde el interior, con todas sus pertenencias, para vivir en confortables jaimas a lo largo de la costa.
Sin embargo, lo que en tierra se agradece, en el mar se convierte en un riesgo. La costa saharaui está salpicada de barcos embarrancados empujados por las corrientes hacia los numerosos bancos de arena del fondo marino.
La soledad del Sáhara Occidental es tan inquietante como enigmática. El chasquido de la arena contra nuestros vehículos se convirtió en único compañero de viaje y, a veces, el sol se teñía de rojo y llovía barro.
La carretera que va de Layoun a Dakhla, y que recorre unos interminables trescientos kilómetros, apenas registraba tráfico. Solo nos cruzábamos con pesados camiones frigoríficos repletos de pescado y eso nos recordaba que estábamos frente al mejor caladero del Atlántico, objeto de la codicia marroquí y europea.
A veces aparecían manadas de camellos cruzando la carretera como señores todopoderosos y recordándonos que la prisa no existe en el desierto.
A esas alturas de viaje la arena se incrustaba en nuestra piel y resecaba nuestras gargantas. “¿Profesión?, ¿motivo del viaje?” preguntan, con insistencia, en los numerosos controles policiales del Sáhara ocupado después de rellenar una extensa ficha con todos los datos de nuestros pasaportes. Los periodistas no son bienvenidos, como tampoco los viajeros por razones humanitarias. Los ocupantes solo desean un turismo aséptico que se tape los ojos y oídos ante muchos años de tropelías.
Mi viaje tenía un objetivo que se convirtió en una obsesión: encontrar el lugar donde el barco onubense “Costa Guipuzcoana” encalló hace 50 años a unas veinte millas al norte de Cabo Jubi (Tarfaya).
La madrugada del 5 de diciembre de 1958 este barco pesquero fue arrastrado por las fuertes corrientes hacia la costa. Unas horas antes de hundirse, Antonio Suárez, uno de los catorce hombres de la tripulación, decidió amarrarse un cabo a la cintura y echarse a la mar en busca de tierra a la que llegó exhausto con el cuerpo destrozado por el choque violento contra las rocas.
En su titánico empeño, y mientras luchaba contra la fuerza de las olas en medio de la oscuridad, le sobrevino el recuerdo infantil de su madre cuando asistía a los náufragos de Sanlúcar que encallaban frente a las costas de Mazagón. Casualmente, “Zorro Playa”, como así le llamaban los españoles a este hombre saharaui, divisó el barco y ayudó a Antonio, ya en tierra, a amarrar el cabo a una roca por el que pudo salvarse el resto de la tripulación.
Cinco minutos después de saltar el último hombre, el Costa Gipuzcoana se hundió para siempre. Zorro Playa murió hace tres años según me cuentan los saharauis de Layoun que le conocieron y los ojos de Antonio, mi padre, apenas le permiten ver hoy las fotos recientes de aquel lugar que guarda una historia anónima, llena de solidaridad y heroísmo, como muchas otras que han acompañado a los hombres de la mar.
*Este relato se publicó en el antiguo “Odiel” el 22 de agosto de 2007.
