08/09/25.- José Antonio Mayo Abargues
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Joachim Weyrauch, un militar alemán, nacido en 1915 en la ciudad de Dresden, decidió dejar el Ejército para dedicarse a estudiar odontología. Sin embargo, no pudo concluir sus estudios, ya que tuvo que hacerse cargo del negocio familiar: una tienda de envases herméticos para alimentos, muy solicitados en todos los hogares de Alemania tras la guerra. Con el paso del tiempo, el negocio experimentó diversas transformaciones a medida que evolucionaban las necesidades de los clientes, pero con ninguna de ellas se sentía realizado personalmente. Y buscando un equilibrio entre la obligación y su devoción —que era la arqueología y la historia de las civilizaciones antiguas—, comenzó a leer al arqueólogo e historiador alemán Adolf Schulten, estudioso de la civilización tartésica, interesándose por las excavaciones practicadas en 1923 en el Cerro del Trigo (coto de Doñana), buscando la existencia de la antigua y mítica ciudad de Tartessos en esos parajes, una metrópoli rica y próspera que comerciaba con metales preciosos como el oro y la plata, cuya formación y desaparición aún sigue siendo un misterio. Entusiasmado con estas prospecciones arqueológicas en las que fue hallada una prueba significativa de la presencia de Tartessos en el lugar, además del descubrimiento de las ruinas de un extenso asentamiento romano, Joachim prepara un viaje al sur de España en busca de las huellas de esta civilización perdida.
Situación de Tartessos según las hipótesis de Adolf
Schulten.
Como buen militar,
planificó minuciosamente todos los detalles logísticos del viaje y, un día de
agosto de 1959, arrancó su furgoneta Volkswagen
T1, un modelo comercial y utilitario que en la década de los 60 se hizo
popular al convertirse en un símbolo de libertad y aventura, y puso rumbo a
España. Fue un viaje agotador de más de 2500 kilómetros, desde Lippstadt (norte
de Alemania) hasta Chipiona (Cádiz), pues aquel vehículo de 44 caballos no
alcanzaba los 80 km/h. Le acompañaban en esta odisea su esposa, Hanna, y tres
de sus cuatro hijos: Joachim, Friederike y Katharina. Annette, la más pequeña,
se quedó en Alemania al cuidado de los abuelos.
Se instalaron en
Chipiona, acampando en la misma playa. A la mañana siguiente, Joachim y su hijo,
de 12 años, comenzaron a preparar la expedición desde Sanlúcar de Barrameda, en
el barrio marinero de Bonanza, el punto más cercano para cruzar el Guadalquivir
y tomar la Vereda de Sanlúcar en dirección al Cerro del Trigo.
Bonanza era un humilde
barrio, estrechamente ligado a la actividad pesquera, caracterizado por la
solidaridad y amabilidad de sus vecinos, que enseguida les pusieron en contacto
con un compatriota que se había establecido en Sanlúcar de Barrameda de manera
temporal para realizar un estudio —financiado por la Universidad de Münster—
sobre el cangrejo violinista en las marismas y salinas de Bonanza. El
científico alemán les orientó acerca de la expedición y gestionó su traslado
hacia el coto de Doñana a bordo de la embarcación de un pescador. Por tanto, ya
solo quedaba preparar el viaje con todos los utensilios necesarios para tratar
de encontrar algún vestigio de la presencia de Tartessos en Doñana. Y a primera
hora de la mañana, antes de que el sol comenzara a calentar, Joachim, su hijo y
el científico, que tenía curiosidad por saber si el otro lado del río era
también hábitat del crustáceo que estaba estudiando, embarcaron en el pequeño
bote del pescador para atravesar el estuario del Guadalquivir, un estuario
mayor del que Joachim había imaginado desde Alemania.
Provistos de víveres, abundante
agua y un mapa militar del terreno —que Joachim había solicitado al Ministerio
de Defensa de España—, emprendieron el camino hacia el Cerro del Trigo por la
Vereda de Sanlúcar, atravesando hermosos parajes de marismas, dunas y pinares.
Después de caminar
durante más de 6 kilómetros por un sendero de arena, poco o nada definido
—aunque bien indicado en el mapa—, llegaron al lugar donde se habían localizado
las ruinas del asentamiento romano. Sin embargo, la jornada arqueológica fue
tan breve como infructuosa, pues cuando más ilusionados estaban con la faena,
apareció el guarda del coto, comunicándoles que se encontraban en una propiedad
privada en la que no se podía entrar sin el correspondiente permiso del
propietario e invitándoles a abandonar el coto. Con una mezcla de frustración y
resignación, los exploradores emprendieron el camino de regreso hasta el punto
donde el Guadalquivir se funde con el mar, no sin antes preguntar por la
persona a la que se tenían que dirigir para solicitar el permiso.
En 1959, el coto de
Doñana era propiedad de una sociedad cuyos principales accionistas eran
Salvador Noguera Pérez, empresario sevillano; José López de Carrizosa y Martel,
marqués del Mérito, de Jerez de la Frontera; y Manuel María González-Gordon,
también jerezano y propietario, a su vez, de las bodegas González Byass. Precisamente
con el hijo de este último, Mauricio González-Gordon y Díez, Joachim se
entrevistaría un año después en Jerez.
Los intentos para
contactar con González-Gordon desde Alemania fueron en vano. No era nada fácil
acceder a él, por lo que Joachim recurrió a un tío suyo, director del Banco
Comercial Transatlántico en Madrid, y gracias a sus influencias sociales y
contactos personales, logró concertar una entrevista con esta destacada
personalidad en el verano de 1960.
Mauricio González-Gordon
se distinguía por su amabilidad y cortesía, cualidades que confirma su hijo
Joachim, quien, a pesar del tiempo transcurrido, recuerda con claridad todos
los detalles de aquella entrevista que supuso un cambio decisivo en su aventura
por tierras andaluzas.
—Me impresionó aquella
casa señorial, en la que predominaban la nobleza de la madera y la decoración
con motivos taurinos —relata—. Había un control de acceso muy riguroso. A lo
largo de las diversas estancias que íbamos atravesando hasta llegar al despacho
de Mauricio, debíamos ir mostrando el pasaporte para verificar nuestra
identidad. Al llegar al despacho, Mauricio nos recibió con un trato afable, que
suavizó la rigidez inicial de la entrevista. Mi padre le expuso el motivo de la
visita, solicitándole permiso para acceder al Cerro del Trigo, ya fuera en
vehículo o a caballo. A partir de ese instante, su expresión cambió y su
actitud se volvió más distante, como si la conversación hubiera tocado un tema
muy delicado. Mauricio, firme en su respuesta, dijo que no estaba permitido
practicar excavaciones en esa zona y que sentía no poder satisfacer su
petición, añadiendo: “Ya el año pasado estuvieron allí unos alemanes y los
tuvimos que echar”.
Joachim no estaba
dispuesto a renunciar a su empeño. Pensó que tal vez, desde el otro lado del
Guadalquivir —es decir, desde Huelva—, la entrada al coto presentaría menos
inconvenientes. Al menos, no tendrían que cruzar el río, aunque habría que
seguir entrando de manera furtiva. Fue entonces cuando descubrieron Mazagón.
Llegaron a través de
Palos de la Frontera por un camino que conducía a la playa de Las Dunas, donde
se encontraba el “Refugio de la Puesta de Sol”, un atractivo restaurante con
unas espectaculares vistas al mar, en el que hicieron una breve parada antes de
continuar el viaje hacia Doñana. En el camino se detuvieron en la Torre del
Loro y, atraídos por la belleza salvaje del lugar, montaron la carpa en la
playa y se instalaron allí durante un mes. Acamparon cerca de una familia de
Sevilla que pasaba las vacaciones en esta playa todos los veranos: un
matrimonio con siete hijos, con quienes llegaron a tener una estrecha amistad.
Pronto entablaron relación con la familia de Joaquín Suárez García, —conocido
por todos como Joaquín el de la Barca—,
patriarca de los pescadores y figura muy respetada en la zona, así como con las
familias del cuartel de la Guardia Civil. Fueron muy bien recibidos por todos
ellos y enseguida se integraron en la vida social del lugar, donde reinaba un
gran espíritu de hermandad entre los vecinos.
En la imagen, la
familia Weyrauch posa junto a la familia Suárez ante la entrada de la choza,
inmortalizando la entrañable amistad forjada durante aquellos veranos en
Mazagón. De izquierda a derecha: Friederike (2ª), Hanna (7ª), Joachim Jr. (8º) y
Katharina, situada delante de su hermano.
El entorno reunía todas
las condiciones para pasar una larga temporada sin demasiadas carencias. Contaba
con la cercanía del cuartel de la Guardia Civil ante cualquier eventualidad, un
arroyo de agua salubre, una charca para lavar la ropa, y pescado fresco que
nunca faltaba. Una vez a la semana, Joachim y su esposa, Hanna, se desplazaban hasta
Mazagón para hacer una compra en la tienda de Hilaria. En una de esas visitas
conocieron a Ilse Rödiger Clauss, de nacionalidad alemana y nieta de Luis Clauss
Roeder, quien fuera cónsul de Alemania en Huelva durante la década de 1920. Al
escucharles hablar en alemán, Ilse se dirigió a ellos para saludarles y les
preguntó qué les había traído por Mazagón. La sorpresa de Joachim fue mayúscula
cuando Ilse mencionó que su abuelo también había sentido una profunda
fascinación por la civilización tartésica, y que estuvo estrechamente vinculado
a las excavaciones llevadas a cabo en Doñana en 1923 por los arqueólogos Adolf
Schulten y George Bonsor.
Mujeres lavando la ropa en el arroyo del Loro.
Efectivamente, su
influyente abuelo no solo había avalado el proyecto de Adolf Schulten, sino que
también lo acompañó en las excavaciones financiadas por el duque de Tarifa
—entonces propietario del coto de Doñana— en el Cerro del Trigo y estuvo
presente en el hallazgo del célebre anillo de cobre con la inscripción de un
extraño alfabeto, que el propio Schulten calificó como una prueba documental de
Tartessos. Clauss se encargó también de la traducción al español de los
detalles relativos al anillo.
La
tienda de Hilaria en el año 1965.
Ilse Rödiger y la
familia Weyrauch llegaron a intimar, y en más de una ocasión fueron invitados a
su casa de Mazagón, comenzando así una relación de amistad que, aún hoy, sigue
viva entre sus descendientes. Ilse les presentó a su tío, Luis Clauss Kind, por
entonces cónsul de Alemania en Huelva, quien había sucedido en el cargo a su
padre. El despacho de Clauss, situado en la confluencia de la Avenida de Italia
con la calle Rico, presentaba un aspecto desordenado, con carpetas y papeles
amontonados por todas partes, debido tal vez a una sobrecarga de trabajo.
Y no era para menos. En
marzo de 1960, España y Alemania habían firmado un convenio que permitía a los ciudadanos
españoles trabajar en el país germano, y todos los onubenses que deseaban
acogerse al acuerdo migratorio para mejorar sus condiciones de vida tenían que
pasar por ese consulado para solicitar el visado de trabajo. Además, desde aquel
despacho, Clauss gestionaba también los asuntos de la naviera alemana Leonardt & Blumberg, dedicada al
transporte de mineral desde Huelva a Róterdam (Holanda).
Clauss no pudo hacer
nada para abrirles las puertas de Doñana, pero les prestó una ayuda inestimable
al facilitarles los viajes entre España y Róterdam —y viceversa— a bordo de los
barcos de la compañía Leonardt &
Blumberg. Ese mismo año, embarcaron la furgoneta en la bodega del buque Ingrid Leonardt, que cargaba pirita de
cobre en el muelle de Tharsis, mientras que ellos fueron alojados cómodamente
en un camarote.
En el verano de 1961
regresaron a Mazagón, acampando de nuevo a los pies del arroyo del Loro. Allí
estaban los niños de la numerosa familia sevillana, con quienes Joachim y sus
hermanas no iban a tener tiempo de aburrirse con interminables juegos hasta la
caída del sol, mientras sus padres colaboraban con los pescadores a la hora de sacar
a tierra la jábega, un arte de pesca tradicional que requería mucha mano de
obra para jalar de él. Esta ayuda era muy bien recibida y contribuía a
estrechar aún más los lazos de amistad entre las familias.
El pequeño Joachim, que
tenía tan solo 13 años cuando llegó a esta paradisíaca playa, es ahora un
septuagenario que guarda entrañables recuerdos de aquella época: del día del
bautizo de un nieto de Joaquín el de la
Barca en la ermita del poblado forestal; del despacho de aceite a granel de
la tienda de Hilaria; y de la curiosa forma de almacenar el azúcar, la sal o el
pan en grandes sacos de arpillera. También recuerda aquel botijo que la familia
sevillana tenía en la puerta de la carpa, un recipiente muy arraigado en
nuestra cultura, pero totalmente desconocido para ellos. Jamás logró pronunciar
bien su nombre, ya que la letra "j" se pronuncia como una
"y" en alemán.
—Nos enamoramos de Mazagón de tal manera que, ese mismo año, mis padres compraron un terreno en la calle Reyes Católicos para construir una casa a la que seguimos viniendo con frecuencia. Vinimos a Andalucía tras las huellas de Tartessos… y descubrimos Mazagón —dice Joachim, con la actitud de quien ha encontrado un valioso tesoro.
Este artículo fue publicado en la revista Marzagón 2025